El día se va apagando hasta convertirse en noche
y en esa profunda oscuridad, las estrellas alumbran acechando,
esperando la presencia de alguien.
Esa presencia inmóvil desvanece con tanta rapidez
que apenas la luna es capaz de observarle.
Esa presencia ha vivido tantas experiencias que su dueño
no recuerda, porque hay tantos recuerdos de por medio y
el tamaño del baúl de su memoria no es lo suficientemente grande
como para guardarlos todos.
Ese dueño es tan parecido a otros...
Aferrados a esa presencia tormentosa,
quebrándoles pensamientos dolorosos que marcaron su existencia,
esos mismos hechos que marcaron un antes y un después en él.
Lo que separa el presente del pasado.
Lo que separa la realidad de la nostalgia.
Suplicando volver a ese lugar que le hizo caer
para cambiar sus actos o quizá tan sólo revivir un recuerdo,
que una vez, fue insuperable de mejorar, pero que hoy
le amarga porque ya está muy lejos de su hoy.
Y esa presencia, proclamándose libre, no escucha sus llantos.
Y en el intento de liberarse de quien un día fue su creador,
éste se amarra a ella con cadenas sin darse cuenta que
está creando su propia condena.
Su espejo devolviéndole un reflejo de su aspecto como respuesta,
pero se ha hecho tantas preguntas que no sabe a cuál de ellas está respondiendo.
Y quizá tan sólo es una advertencia, un intento de grito.
El tiempo está corriendo y él sigue amarrado, sin darse cuenta que está perdiendo
el regalo que le ofrece la vida, su presente, por algo que ya está perdido, su pasado.
Se niega a seguir y el tiempo se niega a deternerse...
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