Me persigue la sombra de tu ausencia,
me arroja a un pozo
donde solo existe oscuridad,
me deja envuelta en una depresión disfrazada.
Este daño me pesa, me somete, me inmoviliza.
El recuerdo me invade, me pisa.
Te echo tanto de menos, que ya ni me reconozco.
Te echo tanto de menos que me echo de menos.
Ya no tengo soporte, voy dando tumbos sin rumbo.
Escribo cada vez que la noche me alcanza y la tristeza me
amarra.
Tristeza es recordar días de antaño y compararlo con este
momento.
Tristeza es recordarte con la certeza de que no estás.
Quiero sentirte cerca, dejar de verte solo en fotos
y cuando cierro los
ojos.
Lucho contra mí misma cada día para dejar de hundirme.
Lo plasmo para sacarlo fuera,
desahogarme y así no ahogarme en llanto.
Pero hacerlo es reconocer que no estás, y eso me hunde más.
Lucho contra mí misma cada noche y no sé si voy ganando o
perdiendo.
Desde que tú no eres, yo no soy, y ya no sé quien soy.
Te echo tanto de menos que mi alma me echa de menos.
Te echo tanto de menos que ya no sé si se ha convertido en
mi estado natural. Ya me es indiferente.
Aparentando estabilidad con risas y carcajadas.
Por dentro otra versión; una explosión de caos, seísmos,
incertidumbre, una mente en quiebra.
Sonrisas de pega, envueltas en amapolas desprendiendo veneno.
Restos de mi caos esparcidos por mi alma creando
cataclismos,
provocando llantos insonoros.
Un dolor tintado, patentado por tu voz.
Malgastando líneas recordando en lo más profundo de lo sombrío.
Callarme caminando hacia la paz que me brinda desprenderme
de tanto desorden,
el desorden que me causa el pensar en la incertidumbre a la
que me empuja tu ausencia.
Recuerdo la melodía de tu risa y me tortura.
En la cuerda floja de mi desastre, y para colmo, perdiendo
el equilibrio.